A mediados del S. XIX, nuestro planeta estaba aún por explorar del todo y entre todos los lugares innotos destacaba el Polo Norte. Un lugar desconocido, misterioso, oculto a los ojos de los hombres. El Artico era una región de hielos perpetuos flotando a la deriva. Una región helada, inaccesible, despoblada, sin vegetación, sin refugios. Un lugar donde la vida se antojaba imposible.
Sir John Franklin capitanea en 1845 la primera expedición británica compuesta por dos navíos rompehielos, el Erebus y el Terror, y una tripulación de ciento veintiún hombres con el encargo de encontrar el soñado paso del Noroeste. Él, sus barcos y su tripulación desaparecieron sin que las numerosas misiones de búsqueda dieran con sus restos.
Expedición Terranova a la descubierta del Polo Sur, 1910-11. Lawrence Oates, unos de los cinco exploradores, regresa desde el Polo junto al capitán Scott y los otros tres miembros. Enfermo y desanimado, deja la tienda en donde se refugian para dejarse morir. Estaban ya en la Barrera de Hielo de Ross, a 15 km del campo base. Ninguno de ellos llegaría a salvo.
Expedición en globo de nitrógeno de Salomon Andrée, 1897. El mal tiempo les obligaría a aterrizar sobre el hielo del Ártico mientras el globo pierde el nitrógeno y no puede levantar el vuelo. En tierra deciden buscar un lugar seguro caminando sobre los témpanos de hielo hacia el Sur y recorren cientos de Km durante tres meses pero por desgracia la pequeña isla deshabitada, Kvitoya, a donde logran llegar será su tumba. Grafito sobre papel.
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